Otra fuente de inspiración o en búsqueda de la verdad de todo

Encontrar fuentes de inspiración es uno de los trabajos más arduos de todo novelista. Los sueños propios, aprendí de mi padre, son una de tales vetas de mineral precioso. Alguna vez, él me recomendó poner en papel todo lo que sucediera en mi entorno que considerara meritorio y todo lo que llegara a mi mente, relevante. Me aseguró que ello sería, además de un buen ejercicio de redacción, un posible adorno para una obra literaria o un posible origen de alguna trama.
 
Hace pocos días, me soñé entrando en mi cabeza. En el sueño, el propósito de semejante transgresión a mi inconsciente no era desconocido. En su interior yo buscaba la verdad-de-todo. Caminé por intrincados pasadizos y por lúgubres callejones. Pretendía preguntar direcciones; pero, ¿a quién? No hallé a mi paso transeúnte alguno al que pudiera interrogar. No importaba cuanto me esforzara en aquellos pasajes de disminuida iluminación no conseguía dar con ella. Removí viejos recuerdos, añejos escombros y datos inútiles acumulados por años y aún así mis ahíncos fueron infructuosos. Llegué hasta una alameda, una parecida al parque de mi infancia, el jardín de la Santa María. En ella tropecé con una joven escuálida de tez muy blanca. "¿Eres tú la verdad-de-todo?", pregunté de inmediato. Reticente la imperturbable joven respondió que no lo era. Ella dijo ser la verdad-de-algo. Sonreí alentado. "Siéntate en esta banca y no te muevas," le ordené, "yo continuaré buscando, pero si no la encuentro entonces me conformaré contigo". Proseguí la búsqueda. En la alameda había muchos paseantes. Algunos caminaban, otros se miraban frente a frente, conversaban los unos, leían libros los otros; pero todos estaban de pie. Sentada en aquel parque, únicamente estaba mi hallada joven desconocida. Yo me aproximaba a las personas e impertinente escudriñaba sus caras. Algunas me devolvían miradas de disgusto, otras, molestas, volvían la cabeza hacia otro lado. De pronto, una larga grieta comenzó a abrirse en el suelo, entre los árboles y los jardines y entre las fuentes y los andadores. La gente huía temerosa. Me puse de rodillas y apoyé las manos en el suelo. Gateando me aproximé a la orilla de la grieta que continuaba alargándose y ensanchándose. Sentí temor, pero no podía cejar en mi búsqueda, tenía que encontrar a la verdad-de-todo. Toqué con mis manos el terreno desgarrado. Estaba a punto de asomarme al abismo imaginando si vería lava, oscuridad o acaso nada, cuando una mujer tocó mi hombro. Era la joven de tez blanca, aquella a la que ordené me esperará sentada en la banca. Ella dijo: "no encontrarás aquí a la verdad-de-todo". Desperté. Sin ser una pesadilla, aquello no fue un sueño tranquilo. Seguramente secuelas sicológicas en mi inconsciente por los recientes sismos que azotaron a mi México.
 
Pero los sueños son fugaces, tanto que el sólo intento de recordarlos al despertar es excusa suficiente para olvidarlos. Son oro, pero oro liquido que se escurre por las manos. Se requiere ejercitar el esfuerzo de recordarlos para lograr el propósito. La mejor forma de rehacer un sueño es platicárselo a alguien de inmediato. Yo le conté este a mi esposa cuando, mirándome agitado, preguntó que había soñado. Escribí el cuento tan pronto me hube levantado y ahora lo hago parte de esta colección para guiar por un parque menos hostil a los aprendices de escritores.