Por  qué  se llaman cuentos o el triple filtro de Sócrates

 

Ayer mi esposa volvió a preguntar por qué los llamo cuentos. Mi respuesta una vez más fue confusa como suele sucederme cuando me preguntan. Necesito escribir para saber lo que pienso. Supongo que se debe a que la mayor cantidad de neuronas en mi cerebro están dedicadas a este oficio. Comencé a escribir en la adolescencia. Aquellos fueron cuentos bobos, narraciones absurdas, relatos simplones que se iban a la basura tan pronto ponía el punto final. Creo que ninguno sobrevivió a las depuraciones del cajón donde guardaba las hojas sueltas con los escritos menos malos y que decidía conservar. Mas creo que las neuronas en mi cerebro construyeron con aquella insistencia una gran malla de conexiones con un corazón en el centro arraigado en la escritura. Esa escritura, no me cabe duda, tiene una gran afinidad con esos cuentos primeros.

 

Así que: ¿por qué los llamo cuentos? Los llamo cuentos porque no emergen de datos totalmente fidedignos ni de recuerdos precisos; mi memoria es falible en grado sumo. Los llamo cuentos porque no provienen de resultados experimentales, de cálculos matemáticos ni modelos minuciosos. Son apenas ejercicios de la imaginación. Los llamo cuentos porque tengo la certeza de no haberlos razonado exhaustivamente; de no haber reconstruido con tino, aquellos soñados; de no haber sometido a mayor escrúpulo las deducciones. Los llamo cuentos porque emergen de conversaciones con mi esposa, con mi padre, con mi hijo y con un ejército de otros personajes; muchos de ellos imaginarios. Los llamo cuentos porque así el lector se preguntará que tanto de lo leído es cierto. Este mismo cuestionamiento, opino, deberíamos aplicar a las oleadas de información que arriban, en estos tiempos de la post-revolución informática, hasta nuestro consciente. Siento que es momento oportuno para revivir el triple filtro de Sócrates y preguntarnos de cada uno de los datos, de las noticias y de los conocimientos que llega hasta nosotros: si es verdad, si es útil, si es benévolo.

 

Mismo cuestionamiento que deberíamos aplicar también a las ciencias, la tecnología y la religión. En muchas ocasiones, por el sólo hecho de encontrar algo impreso en papel o publicado en internet, cometemos el error de considerarlo verdadero. Omitimos aplicar el detrimento de la sospecha: ¿Será esto cierto o es en algún modo exagerado? ¿Qué pruebas se ofrecen de ello? ¿Qué hechos o personas respaldan tales argumentos? No aplicamos, tampoco, la valuación de la utilidad: ¿Es útil esta información para asunto presente o futuro mediato? ¿Será conveniente conservarla en algún medio para obtener, en futuro remoto, ventaja de ella? ¿O será mejor evitar construir relaciones neuronales y permitir que se olvide? Y habiendo descuidado los principios morales en aras de beneficios y mejores resultados, mucho menos aplicamos el juicio de bondad: ¿Es esto bueno para alguien? ¿Podrá ser perjudicial para otro? ¿Qué tan bueno y qué tan perjudicial? ¿Es posible compensar las consecuencias nocivas?

 

Cuando ideas interesantes arriban a mi cabeza sin pruebas fehacientes, sin utilidad evidente, sin bondad manifiesta las etiqueto con una cierta estimación de veracidad y las conservo para posterior análisis. Espero que el lector haga lo mismo con alguna de mis ideas. Y si mis cuentos no parecen tales o no resultan del agrado de quién ha ocupado su tiempo en leerlos, entonces aquellos movidos por la misma desazón de la escritura, estoy cierto, podrá escribir unos mejores.